Los objetos que nos rodean muchas veces saben más de nosotros que nosotros mismos. Ellos guardan en su pátina nuestra historia. Sin saberlo, día a día firmamos sobre ellos un documento personal (y colectivo) sobre nuestras costumbres y formas de ser como animales sociales. De la fotografía Still life (en este caso encuentro más apropiado el término en inglés de "vida congelada o detenida" que el usado en español de "naturaleza muerta") me interesa más su carácter documental (testigo de historias reales -¡y no tan reales!- ) que sus atributos eminentemente compositivos.
Hay gente que alcanza la inmortalidad ganándose un espacio en la memoria colectiva, pero nosotros, el resto de la gente común, sin duda estamos destinados a encontrarnos con la muerte no sólo una vez sino dos veces, en lo que podríamos llamar la muerte después de la muerte. Entre una y otra viviremos la agonía de ir borrándonos paulatinamente de entre los recuerdos de todo aquel que podría habernos conocido y guardar algún aprecio, incluso de quienes nos pudieron amar tanto como nosotros a ellos, hasta que finalmente llegue el día que nadie, absolutamente nadie piense en nosotros.
El año pasado fui al antiguo y bien conservado cementerio de Montjüic en Barcelona buscando la tumba de mi tatarabuelo. No conseguí lo que buscaba pero sí pudo sorprenderme mucho ver los matices y distintos grados de mantenimiento que la gente brinda a la memoria de sus familiares idos, es decir, a sus tumbas. Muchas reflejan el gran vacío que esa pérdida ha significado para sus vidas, otras, muy por el contrario, gritan desde el abandono la cercanía de la muerte final.